lunes, 17 de febrero de 2014

grabación

Un hombre biónico protege la imagen, nítida, luminosa: Su brazo izquierdo se reviste de piel sintética y acero, y descansa sobre un resorte atado a su costado. Un pequeño ejército ilumina, transporta, corre, cuchichea. Todo debe verse perfecto, sonar perfecto, sentirse perfecto: “las economías modernas dependen en mayor medida de nuestros deseos, que de nuestras necesidades”. Preocupa un claxon mal sincronizado, ese camión pesado, ese pasillo oscuro. “¡Iluminación!” Repite el sutra: “las economías modernas dependen en mayor medida de nuestros deseos, que de nuestras necesidades”. Las palabras necesitan penetrar, asentarse, descansar. “Perdón, perdón”.

Cada palabra cuenta. El énfasis, el tiempo que se le dedica: uno, dos, cinco segundos. “Inusitado”. “Deseo”. “Café”. “Dinero”. Todo cuesta, todo pesa. La repetición, la repetición incesante, hasta el hartazgo, más allá del hartazgo. Que penetre. Que encuentre una sonoridad, un ritmo. Que resuene, y que en cada sílaba se proyecte ese final feliz, ese deseo, ese goce.

Recorre los pasillos en busca del lugar exacto. Se preparan: “¡Allí!” Lleva a su brazo biónico, y sutilmente armonizan la palabra, en la calma artificial de esa cascada, en la gente caminando en los pasillos, en ese ruido (como arrollo, como murmullo). Que nada quede al azar: bolso, vestido, maniquí, mañana de café, música lounge. El mensaje debe llegar, pese a todo, retraducido en esa imagen, esa luz artificial, esas palabras aprendidas como segunda lengua. Voltea a la cámara sin pestañear, y sonríe: “las economías modernas dependen en mayor medida de nuestros deseos...”


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