martes, 19 de noviembre de 2013

La señorita Superman y la generación de las sopas instantáneas


La señorita Superman y la generación de las sopas instantáneas relata el breve lapso que transcurre entre las 7 y las 8 de la mañana, en el que la protagonista (“Ella”) despierta, se arregla, come y sale de su casa, hacia el trabajo. La más doméstica entre las escenas domésticas. Inserto en el relato se encuentran un diálogo interno y remembranzas de la noche anterior y de su niñez, entremezcladas, que terminarán abruptamente a las 8 de la mañana, con la necesidad de dirigirse al trabajo. La confusión total entre el sueño y la vigilia, es decir, la somnolencia, que se observa a través de diversos elementos, se relaciona con aquella pérdida de pasado y de futuro que sufrió la llamada generación X, teniendo como resultado la indolencia, el abandono de toda voluntad.



La protagonista despierta de un mal sueño. El sueño de un “trono hermoso y perfumado” (53), el sueño de una vida placentera, el metarrelato barbie de los baby boom: casa, esposo, hijos, charlas de café. Dicho metarrelato se proponía mantener cierto estilo de vida, que nombraremos como de “niñas buenas”: “Las niñas buenas no fuman, y tampoco hablan mucho; comen como pajaritos y nunca llegan a su casa después de las diez de la noche” (53). Para mantener el estilo de vida, sobra decirlo, se necesitan cumplir requisitos básicos de comportamiento, o mejor dicho su abstinencia, abstinencia de tabaco, de centros nocturnos, de alcohol: “las niñas buenas no toman tequila, sino Shirley Temples” (52) (que es, para quienes no lo sepamos, una bebida sin alcohol); se espera también su abstinencia sexual, simbolizada en las “sábanas blancas”, en espera de un príncipe azul o, mejor dicho, de un Ken que complete la vida de su Barbie.

Pero el mundo cambia, y la mujer también. La protagonista despierta, y los apremios de la vida diaria, plagada de vacíos y carencias, contrasta invariablemente con la versión que le transmitió su madre. ¿En dónde entra, cómo encaja este metarrelato en una  vida absolutamente distinta, sin niñas buenas que duermen temprano con sus osos de peluche, abrazados? ¿Cómo lidiar con este modelo cuando el mundo entero te devora, el trabajo presiona y el tiempo no alcanza, cuando el hombre no es un príncipe azul sino unos ojos grandes, embriagados, anónimos? Que ella tiene sueño, que tiene hambre, que tiene frío y los ojos quebradizos y el alma arrugada. La imposibilidad de cumplir con el peso de los metarrelatos, transmitidos a través de la figura materna, “madrerreina”, abruman de culpa y frustración a la protagonista. 

El conflicto toma cuerpo en un reiterado reclamo a su madre, a sus palabras, a sus exigencias:  ¿Dónde caben estas cosas en tu relato, madre? ¿Por qué no me preparaste para esto? ¿No se suponía que me ibas a cuidar, a proteger? ¿En dónde quedaron los osos de peluche y tu felices para siempre? La protagonista era la niña que jugó a ser grande, y lo perdió todo. La niña que probó el alcohol, la marihuana, la coca, el beso anónimo, el sexo, el mundo afuera de esa esfera de cristal, del trono hermoso y perfumado de la madrerreina. La niña reclama en contra del peso de las exigencias, de tener que ser “suficientemente linda, suficientemente buena, suficientemente seria, alta, bella, fuerte brava o experimentada” (53). La niña que probó a ser grande, la niña que no quería ser princesa, Luisa Lane siempre rescatada por Superman, sino el mismo Superman, la niña que quería romper con los esquemas obsoletos y empezar desde cero, aquella niña siente el peso del pasado como una recriminación más grande, como una burla. Más que Superman, aquella niña se convirtió en Clark Kent, en un remedo de lo que quiso ser pero no pudo. 


Está soñando, quiere creer que sí. Por eso se están burlando, por eso las risas y las risitas, unas risitas inexplicables en un ambiente de ingravidez total, de un gris depresivo. Porque ella escucha risas: se burlan de ella, sarcásticas, la llaman desde el fracaso de su rebelión de niña buena, desde aquel trono hermoso y perfumado y charlas de café. Pero no despierta, o tal vez sí: el sueño era un pasado inaprensible, y continúa siendo una mañana de resacas, de agua fría y pan sin mermelada, reflejo de un metarrelato alicaído, inservible, incómodo, pesado: “Nuevas risas bailan al son de una modorra mañanera que no cede” (51). Diversos elementos le impiden que escape de la somnolencia, la indolencia total hacia la vida, ese instinto cuasi-suicida que posee quien sólo se interesa en abandonarse por completo al sueño matutino. La somnolencia la acompañará durante el resto del día, en anuncio de la temática frustrada: ¿habrá despertado, acaso, de un mal sueño, del mal viaje ácido de su madre? ¿O continuará soñando? En el segundo sentido, el sueño sería más bien como un sonambulismo, como un caminar sin mayor propósito hacia la vida, de forma conformista, sumisa.  

Es el ocaso de los grandes relatos binomiales: el marxismo, el progreso, el capitalismo, el socialismo. El pasado se recuerda sin nostalgia, y el futuro se diluye con la energía raída de las grandes utopías. Los ideales hippies de los sesentas y setentas, Tlatelolco, Avándaro, las luchas por los derechos civiles, las luchas feministas, The Beatles y Pink Floyd, Sartre, Camus y Simone de Bouvoir, ¿no deberían acaso haber arreglado ya el mundo? ¿Por qué parecía estar peor aún que antes? Como lo dijo la autora en Ensayos de Juguete, “No había problema que no tuviera solución... y el futuro era algo posible” (49).

Pero sobrevino la caída del muro de Berlín, y las grandes decepciones: “y entonces llegó la nacionalización de la banca./ El sueño del petróleo se acabó. / La mayoría de los padres de tus amigos se divorciaron.../Alcoholismo./ Drogadicción. /SIDA” (ES 50). Tantas historias y sueños parecieran no haber servido de nada, su barco hacía agua y valía más abandonar el bote que ahogarse dentro de él. Todo lo que queda de aquello es un presente crudo, la resaca de un viaje ácido, y el vago recuerdo de que toda promesa pasada, artificiosa, falsa, fue mejor.

Todas las frases del relato transcurren en presente, profundizando aquella pérdida de sentido, de identidad, de historia, de trayecto. Se abandona el pasado y con él el futuro se difumina, para continuar en la marcha sonámbula del ahora. Tal vez porque dicho pasado era el que había cargado con el peso de los grandes planes, las grandes utopías, los grandes futuros. Al derrumbarse el primero, irremediablemente caen con él los segundos. El tiempo cae y se derrama. El futuro quedó en el pasado, difuso. Sólo nos queda la mancha pegajosa y amorfa de la resaca.

Todas las frases del relato transcurren en presente, todas menos una: aquella en donde la protagonista debería tomar la primera decisión del día, aquella a la que seguirían todas las demás: “La primera decisión del día sería: ¿baño con agua fría sobre piel caliente, o piel caliente y adormilada bajo la ropa?” (52) ¿Sería acaso la negación de la acción voluntaria, un simple dejarse arrastrar durante el día para poder escapar de noche?

La vida diaria pareciera atentar contra su vigilia: el café se vuelve imposible en una hornilla sin gas, el baño se vuelve impensable con el agua helada. Más aún, los elementos domésticos conflagran en su presencia, adquiriendo personalidad propia y una voz activa, bajo la misma indolencia matutina: “el garrafón la contempla impávido y muy, muy vacío” (52). Los elementos inanimados adquieren personalidad, y una personalidad testaruda, reacia. Frente a esta voluntad creciente de los objetos y de diversas partes de su cuerpo (“El estómago se hace presente como espíritu chocarrero”), la voluntad de la protagonista disminuye correlativamente. Al final, la protagonista se abandona ante ellos: “Ella se resigna”, “Gana piel caliente y adormilada”, “¡Al diablo las consecuencias!” (52). La confusión absoluta entre el sueño y la vigilia en la somnolencia se relaciona con aquella pérdida de pasado y de futuro que sufrió la llamada generación X, resultando así en indolencia y abandono de toda voluntad. 

La reflexión termina tan súbitamente como comienza. De alguna manera, la protagonista encuentra la clave de su enredo: “ NO HAY DINERO EN EL BOLSILLO. / ¡Claro! / Ella se aleja silbando una extraña tonada” (54). Su misma impasibilidad y resignación ante otro problema tan cotidiano - el dinero - le permite continuar con la somnolencia del presente, hasta la llegada de la noche. 

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