domingo, 10 de enero de 2010

He estado masticando algo que me dijo mi padre hace unas semanas: por muchos lados encontramos la idea de que estamos en este mundo para ser felices. Que el fin de nuestra vida es la felicidad. Ahora, el imperativo moral de Kant era uno solo: tratar a las personas como fines, no como medios. No voy a discutir si es o no es ése el imperativo categórico, lo único que no hay que olvidar para convivir, sino sus consecuencias: si viviéramos solamente para nuestra felicidad, los demás serían igualmente medios para lograr mi felicidad (tengo aquí cuidado de no decir solamente placer, sino algo un poco más profundo). Únicamente medios.

O bien estamos destinados a ser personas cínicamente amorales (intentamos no decirlo para que no suene feo, pero los demás sólo me importan cuando me dan algo que me haga feliz), o bien hay algo torcido en tener a la felicidad como fin, o por lo menos como el único fin de nuestra vida. Podrían ponérsele parches: cuando hablo de mí lo podría decir en nombre de la humanidad (lo cual suena a concurso de miss universo); o bien nuestro ego es más amplio de lo que decía freud (en círculos concéntricos: pareja, familia, amistades, compañeros, paisanos...) Mi padre lo resolvió diciendo que no es la felicidad en sí, sino la plenitud; la felicidad marca el camino. A mí me queda la duda. El camino opuesto sería la desdicha total, que ni siquiera quiero pensar. Tal vez haya algo más, más allá de mí, inconexo, desinteresado, hermoso, algo...

1 comentario:

  1. Los créditos son para Porfirio Miranda, que vio la contradicción. Lo mío, mío, es la duda, una esperanza vaga, algo de culpa, un querer siempre más allá...

    ResponderEliminar